Por Juan María Silvela Miláns del Bosch
INTRODUCCIÓN: UN HUESO PARA UN PERRO
Desde la guerra
Franco-Prusiana hasta la I
Guerra Mundial, Europa gozó de una época de paz, apenas rota
por conflictos de escasa entidad. El desarrollo de la industria pesada, el
considerable aumento de la población y la pérdida de influencia en América
provocó, a partir de la década de los ochenta, que las exploraciones efectuadas
en África, Asia y Oceanía por las naciones europeas con más posibilidades
fueran convirtiéndose en ocupaciones permanentes. Se determinaron así extensas
zonas de interés que procuraron organizar en colonias. Es la época llamada del gran
imperialismo. Las naciones más beneficiadas fueron Inglaterra, Francia y
Rusia. Llegaron tarde al reparto Italia y Alemania.
Los conflictos, que inevitablemente se produjeron al
solaparse las áreas de influencia, se fueron solventando normalmente con
negociaciones, compensaciones y alianzas, pero no faltó algún choque bélico,
como, por ejemplo, en el cruce de los dos ejes de interés colonial más
importantes: norte-sur, inglés, y este-oeste, francés.
Cánovas, que en su juventud fijaba el límite de España en
la cordillera del Atlas, una vez en el poder, se olvidó de la cuestión
marroquí, preocupado por los problemas internos de la restauración. Sin
embargo, era un asunto que, a partir de la Conferencia de Berlín
(1885), se haría internacional e insoslayable por la falta de autoridad del
Sultán (Abd el Aziz, derrocado por Muley Hafid en 1907, que posteriormente
abdicaría en su hermano Muley Yussuf en
1911). Francia, rival de Inglaterra y derrotada por ésta en Fachoda (1898),
donde Marchand hubo de retirarse ante Kichener, buscó su compensación en la
zona noroccidental de África. Resuelta a afianzarse en ella, intentó en 1902
interesar a España, ofreciendo Fez y Taza en el norte y Agadir en el sur. Pero
Francisco Silvela, presidente del gobierno, no aceptó el pretendido tratado
secreto por temor a Inglaterra. Dos años después, Francia e Inglaterra llegaron
a un acuerdo (entente cordiale), lo que provocó que el nuevo ofrecimiento a
España fuera mucho menos generoso. Es entonces cuando intervino Alemania e,
incluso, Estados Unidos.
Los nuevos intereses se intentaron acomodar en la Conferencia de
Algeciras (1906). En ella, España dejó sola a Alemania frente a Inglaterra y
Francia, cuando aquélla estaba dispuesta a ayudarnos. Como consecuencia, en
cuanto se firmó el Acta de Algeciras (1909), Alemania buscaría un entendimiento
con Francia, acuerdo que se logró el 4 de noviembre de 1911. Los teutones, dejarían a los galos las manos libres en el norte de
África a cambio de determinadas concesiones en el centro del continente.
Canalejas, presidente del gobierno, tuvo que apresurarse, en ese mismo año, a
ocupar Larache y Alcazalquivir en respuesta a la ocupación de Fez por Francia,
adelantándose a las intenciones de ésta última en unas horas.
Indefectiblemente, España y Francia no tuvieron más remedio que llegar a un
acuerdo, que se alcanzó el 27 de noviembre de 1912. Nuestra nación, que en cada
etapa fue perdiendo posibilidades, sólo obtuvo, en última instancia, una pequeña
zona de terreno al norte de Marruecos; apenas un 5% del francés (21.000 km2 y
400.000 habitantes de los 415.000 km2 y 4 millones de habitantes del total). Y
gracias a Inglaterra, que no quería tener a Francia sobre el Estrecho. Era el
famoso hueso para un perro al que
costaría hincarle el diente para cumplir el mandato internacional de
protectorado; se respetaba sólo la autoridad nominal del Sultán, que
permanecería en la zona asignada a Francia, pero con un jalifa representante de
aquél en la zona asignada a España. Sería nombrado el inoperante Muley el Mehdi, con residencia en Tetuán.
Todo ello fue el resultado de la falta de
confianza de España en sí misma (no se olvide que estaba reciente el 98 y
se encontraba en plena época regeneracionista) y de un respeto
supersticioso hacia las grandes potencias (1). Un país arruinado, presionado por la actitud irracional de
una izquierda radicalizada, se enfrentaba a un problema que podía rebasar sus
capacidades, sin ni siquiera tener un criterio unánime de cómo abordarlo.
Según el general Alonso Baquer (2), España tenía tres
posibilidades, que en diversos momentos tuvieron sus partidarios y fueron
propuestas:
·
Reducción del territorio ocupado a una porción
mínima y costera, desde donde irradiar la labor protectora y pacificadora.
·
Abandono total del Protectorado a cambio de
otras compensaciones territoriales como Gibraltar.
·
Ocupación completa; única forma de lograr la paz
y realizar la protección. (La penetración podía ejecutarse con predominio de
las acciones civiles y pacíficas sobre el uso de la fuerza o al contrario).
La segunda opción era
claramente utópica y difícilmente se podría conseguir una compensación. De ella
fueron partidarios Primo de Rivera (que incluso llegó a decir que se podía
cambiar Gibraltar por Ceuta desde el Gobierno Militar de Cádiz, declaración que
le costó su cese inmediato) e Indalecio Prieto como figuras más significativas.
Las que más partidarios tuvieron fueron la primera (Maura y Cambó) y la tercera
(Romanones y Berenguer). Al fin, se adoptó la última, pero sin llegar a una
aceptación unánime, lo que provocó que su ejecución se hiciera tímidamente y
con preponderancia de las políticas de atracción y aculturación sobre la
ocupación militar. La consecuencia fue que los gobiernos sucesivos tuvieron casi constantemente atadas las
manos aquel Ejército al que, sin embargo, reclamaban victorias (3). Se adoptó esta política, claramente, desde el gobierno Romanones
del 19, con Berenguer como alto comisario y con la categoría de ministro (en
función de su condición de político conocedor del país) y culminó con Burguete
(según el general Alonso Baquer máximo representante del punto de vista civil
en la acción de protectorado de un militar) y Luis Silvela, altos comisarios en
el año 23. Este intento de penetración pacífica y cautelosa fue el gran error,
el verdadero causante del fracaso junto con la escasez de medios de que dispuso
el Ejército para acompañar la acción política. Era una zona inhóspita, que ni siquiera en tiempos de Roma o de gran
expansión islámica, había sentido el peso de una administración (4), dividida en múltiples cábilas (tribus) enfrentadas entre
sí, compuestas por un pueblo practicante de una religión simple, que predicaba
la guerra santa, organizado tribalmente
y todavía medio nómada.
¿Por qué España aceptó el
Protectorado? ¿Pudo haber adoptado otra solución? Es injusto atribuir presión
para conseguir una militarización progresiva a la oficialidad ociosa o a los mandos en su afán de gloria y recompensas (5).
Sobre esta cuestión hay que tener en cuenta, antes de hacer afirmaciones
apresuradas, que los jefes de más prestigio no sostuvieron los mismos criterios
e, incluso, algunos llegaron a aplicar sistemas no propugnados por ellos con
anterioridad. Por otra parte, las recompensas y los ascensos por méritos
estaban suspendidos en aquellos años, entre otros motivos por la presión de las
juntas informativas de defensa organizadas por el desafortunado coronel
Benito Márquez Martínez en el verano de 1917, que impuso el “turnismo” en los
servicios, fueran o no de campaña o cuartel, de efectos enormemente
perniciosos. Hubo efectivamente “escalada militar” a partir de 1912, pero no
por influencia de un pretorianismo pujante, sino como consecuencia de las
características geográficas y la configuración política y social de la
población que hacía imposible otro tipo de penetración. Tampoco es muy acertado
conceder a los poderes ocultos, que
formaban la oligarquía financiera o dominaban los grandes centros comerciales,
una influencia decisiva en la aceptación del protectorado (según afirmaba Tuñón
de Lara). Los africanistas se quejaron con frecuencia de la falta de interés de
las cámaras de comercio y de las sociedades económicas por desarrollar el
intercambio y la inversión en el Rif y la Yebala.
Además,
durante los años en que se decantó España por la intervención, la balanza
comercial hispano-marroquí arrastraba un déficit crónico, que tuvo una cierta
reanimación mientras se desarrollaba la I Guerra Mundial, pero que no justifica la
formación de ningún grupo de presión de la clase
mercantil (6) con capacidad para imponer su criterio. Cuando la oligarquía financiera pone tantos obstáculos en las
inversiones africanas ¿Cómo vamos a dar al país la sensación de que nuestra
política civilizadora en la Zona
de influencia va a realizarse? Es un ejemplo de queja, clarificadora de la
cuestión, procedente del diario de sesiones del Congreso durante la legislatura
de 1914. Sólo la minería y los ferrocarriles atrajeron al capital español. Se
extrajo fundamentalmente hierro en Uixan; por cierto, de excelente calidad, que
llegó a hacer competencia al sueco, y también plomo en Afra, que se agotó rápidamente,
en 1924; las dos minas en el territorio de la cábila Beni bu Ifrur. Morales
Lezcano logra citar 23 empresas con intereses en Marruecos; no parece
suficiente para justificar acciones decisivas de los poderes ocultos para la intervención y ni mucho menos que fueran
partidarios del predominio de la acción militar, de la guerra total, sino más
bien de la guerra chica,
denostada por el general Goded.
De los tres posibles
argumentos para la intervención, la presión internacional, el interés comercial
(o por el beneficio inversor) y la conveniencia militar, el único decisivo fue
el primero. La empresa de Marruecos, si tenemos en cuenta los condicionamientos
políticos internacionales y estratégicos de entonces, era insoslayable.
Abandonar la zona y renunciar al Protectorado hubiera constituido una tácita
declaración de impotencia para conservar Ceuta y Melilla y, después, Baleares y
Canarias; además, significaba una renuncia expresa a toda posibilidad de ser y
obtener algo en el concierto internacional. Francia e Inglaterra habían
amenazado que si no lo hacía España lo harían ellas y el partido colonial
francés nunca dejó de presionar para que España abandonara el Protectorado. La
presión exterior fue casi imposible de resistir y por ello se inclinó la
balanza a favor de los partidarios de la intervención total, pero civil y
pacífica. Es, además, el argumento que utilizan con más frecuencia los
políticos de la época y no hay razones para dudar de su sinceridad y suponer
unos intereses bastardos y ocultos detrás de frases como España no puede ausentarse del Estrecho, so pena de condenarse a un
aislamiento, que en los pueblos, como en los individuos, es preludio de
suicidio (7) y la más
romántica y propia de nuestras constantes históricas como España necesita un ideal y este debe ser Marruecos (8). Otra cosa es que no se abordara correctamente y se exigiera al
Ejército cumplir unas misiones atado de pies y manos y sin los medios
adecuados, que le colocaron al borde del abismo; un pequeño empujón bastó para
precipitarle al vacío.
Notas:
1.- Escudero JM.: Historia
Política de las dos Españas (tomo II). Edita Editora Nacional. Madrid 1975.
2.- Alonso Baquer, Miguel y otros: Fuerzas Armadas
Españolas. El problema de Marruecos (Pag,s 227 a 252, cap. 22, tomo V).
Edita Alambra. Madrid, 1985.
3.-
Obra citada en nota 1.
4.-
Obra citada en nota 2
5.- Morales Lezcano, Víctor: El Colonialismo
Hispanofrancés en Marruecos 1898-1927. Edita S. XXI. Madrid 1976.
6.-
Obra citada en nota 1.
7.- Informe del Ministro de la Guerra, Vizconde de Eza,
después de su visita a Marruecos en el verano de 1920. Publicado como apéndice
documental en Historia de las Campañas de
Marruecos (Tomo 3º). Edita Servicio Histórico Militar. Madrid 1981.
8.-
Obra citada en nota 2.
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